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De chico virgen pajero a hembrita sumisa (parte III)

Lea las dos primeras partes aquí.


Aquel sábado, desde la mañana, Toñito no paró de hacerme el amor una y otra vez. ¡Era un dispensador de leche caliente y siempre tenía la pinga hecha una roca! Entre polvo y polvo, eso sí, aprovechaba para meterse una raya de coca. «¿Quieres?», me preguntó en algún momento y asumo que mi cara le dijo todo, porque él mismo se respondió: «No, pe’, Toño; no seas imbécil, pe’. Él es virgen hasta por la nariz». Y luego me miró. «Nunca jales, porque te caga la vida. Pero si alguna vez quieres probar, déjame acompañarte, que tengo caña, merca y cancha como mierda».


Entre las muchas cosas que me hizo y me llevaron a las puertas del cielo, estuvo el echarme boca abajo y dejar que él roce mi espalda con su pene. Fue tan rico que tuve que morder la almohada para no chillar de placer. Algo similar me hizo estando yo boca arriba, con los ojos cerrados, tocando levemente mis tetillas con la punta de su falo. Terminó el masaje relajante clavando sus 22 centímetros y pico en mi boca, en un mete y saca calmado y constante que me permitía respirar y, a él, meter su glande colorado más allá de mi garganta. Y no me pregunten qué conexión hay entre mi campanilla y mi culo, pero tuve otro orgasmo intenso, que comenzó como una cosquillita en el esfínter, la cual subió por mi médula espinal hasta llegar al cerebro, donde sentí algo así como cuando te lavan el cabello en la peluquería, con agua tibia y masajes muy ricos. A eso le siguió un hormigueo en mis brazos y piernas que se amplificó hasta que pensé que moriría de placer justo cuando Toñito depositaba en mi esófago toda la leche de sus gloriosos huevazos.


A eso del mediodía, mientras Antonio roncaba merecidamente y yo me secaba el cuerpo tras una buena ducha, tocaron el timbre. Me puse algo de colonia Black Suede, mi favorita entre las baratas, un polo estrecho y un short deportivo y fui a abrir la puerta, encontrándome cara a cara con Jaime. Llámenme loco o exagerado, pero solo escribo la verdad: en cuanto lo vi, para variar sin polo y con la piel del torso oscura, tatuada y sudada, se agolparon en mi memoria todos los orgasmos anales que me habían regalado él y Antonio desde la noche anterior, y no pude evitar tener oooootro orgasmo anal, involuntario, delante de él. Cuando pasó, me vi en el suelo sobre mis manos y rodillas; Jaime me miraba con lascivia, cogiéndose el paquete bajo el dintel.


«Perdón, no pude evitarlo», le dije, ruborizado de placer y vergüenza. «Es normal, bebé», me dijo en inusitado tono de voz quedo. «Cuando hago felices a mujeres y cabros, me han dicho que sienten lo mismo que tú durante días y en cualquier momento; tú disfruta, no más, sin apenarte».


«¡En fin!», continuó, ahora sí a voz en cuello, con su voz rasposa, potente y grave de toda la vida. «¡Que vengo a ayudarte con lo del robo que sufriste anoche!».


Casi lo había olvidado: cuando desperté por la mañana, Jaime ya no estaba con nosotros y faltaban algunas cosas del cuarto de mi mamá, entre ellas un televisor de tamaño considerable. Traté de explicarle sin ofenderle que no tenía idea de cómo decirles a mis papás que hubo un robo sin tener que darles detalles, pues el vecindario es recontra chismoso y resulta imposible que un desconocido saque un televisor de un departamento sin que alguien lo vea y corra la voz. Pero no bien terminé la idea, Jaime atravesó la puerta y, tras él, entraron dos policías, quienes se presentaron con mucha amabilidad y protocolo en lo que Jaime cerraba la puerta y echaba cerrojos.


«Buenas tardes, joven; somos los oficiales Segundo Montoya y Óscar Arboleda, para servirle». Ambos eran cholos power muy atractivos, tal vez cincuentones, con cuerpos muy bien formados, pero para nada delgados. El uniforme les quedaba demasiado bien, especialmente esos pantalones que les marcaban el paquete y las nalgas. Llevaban al cinto una porra, balas y una pistola más que mediana. «¿Quiere que lo ayudemos a ponerse de pie, joven?»


Yo apenas estaba recuperándome de todas las sensaciones que me había provocado la imponente presencia de mi macho Jaime y seguía en el piso a cuatro patas. Ambos oficiales me levantaron del suelo como si yo fuera un niño pequeño. «Son amigos míos y vienen a ayudarte con la denuncia», dijo Jaime y, ante la cara que debo haber puesto, continuó: «¿Qué pasa, uón’? ¿No me crees? Seré ex convicto, pero tengo contactos con la tombería… perdón, con la policía. Estos uones’… digo, los oficiales Segundo Montoya y Óscar Arboleda trabajaron alguna vez en Lurigancho y me conocen, saben que me porto bien». Terminó de hablar guiñándome un ojo.


No dije nada, pero me preocupó la posibilidad de que hayan escuchado lo que conversábamos Jaime y yo sobre mi orgasmo involuntario. Casi como si lo adivinara, el oficial Montoya respondió mi duda: terminó de ayudarme a ponerme de pie y, como quien no quiere la cosa, metió los dedos de su mano en mi raja, por sobre el short, dejándolos ahí y apoyando la palma de su mano sobre mi nalga. Yo no tenía ropa interior, así que los dedos del oficial técnicamente estaban dentro de mi recién estrenada pero comelona cueva. «El ciudadano Jaime nos ha contado a mí y al oficial Arboleda detalladamente lo que le sucedió y la forma en que le robaron unos desconocidos, joven», prosiguió Montoya. «Si gustas, tus viejos…»


«Los padres del joven», interrumpió carraspeando el oficial Arboleda.


«Cierto; perdón. Decía, si usted gusta, sus padres pueden ir hasta la comisaría del distrito, que está a siete cuadras, donde trabajamos… o, si prefiere, nos quedamos para acompañarlo hasta que sus padres lleguen y así lo protegemos a usted de otro robo, además de cuidarlo porque, claro, debe tener miedo a quedarse solo, y así, cuando vengan sus padres, les entregamos la denuncia que usted presentó hoy por la mañana», continuó con voz masculina y neutra, como la de cualquier policía promedio. Sus dedos seguían insertados en mi raja, moviéndose en círculos, y su mano masajeaba mi nalga con rigor.


El oficial Arboleda se acercó a mí por el otro costado, me mostró la denuncia que yo supuestamente había sentado por la mañana y me la entregó. Empecé a leerla y él comenzó a hacerme cosquillitas con su dedo en la tetilla, por sobre el polo. Lo miré, me guiñó el ojo y le sonreí. Leí la denuncia; no era muy larga, pero estaba muy mal escrita… ¡y a máquina, en pleno 2024!


Los dos oficiales continuaban manoseándome y mi sorpresa había dado paso al gustito. Arboleda me rodeó con un brazo para poder acariciar mis dos tetillas. «Supongo», les dije, «que tengo que memorizar lo que pone la denuncia para no contradecirla y así lograr que mis papás se la crean. Supongo que ustedes querrán estar presentes, para rescatarme si meto la pata. El señor Jaime quedará fuera de todo. Y… no se ofendan, pero sospecho que, a cambio de hacernos este favor, yo debo retribuirles de alguna forma…»


Arboleda se me acercó aún más, para olerme el cabello y la nuca; su respiración caliente me tenía a mil por hora. Jaime tomó la palabra: «Tus viejos vienen mañana por la noche. Están cachando como conejos en un telo de Carabayllo. Tu viejo es mosca, sabe dónde ir para que no le tiren dedo con la firme… solo que yo tengo contactos por todas partes y me entero en segundos de lo que está haciendo. Tanto que ahora mismo…», Jaime sacó de un bolsillo de su pantalón de buzo viejo, sucio y raído un… ¡iPhone 15 Pro Max! Lo acercó a su rostro, entrecerró los ojos, luego alejó el teléfono para volver a acercarlo hasta casi tocarse la nariz. «¡Ta’ mare’; estoy peor que José Feliciano, carajo! Bueno, pa’ que sepas: tus viejos ahora mismo han ido a almorzar y de ahí van a dar una vuelta por algún parque y, luego, a seguir cachando al telo». Guardó su iPhone. «Parece que tu vieja vuelve loco a tu viejo bailándole el el mambo horizontal».


Sentí entre curiosidad y miedo, pues no entendía cómo él podía saber tanto y en tiempo real. Jaime continuó. «Tranquilo, putita; te explico: tu viejo tiene dos guardias de seguridad siempre con él». Montoya, que había intensificado su metida de dedos en mi anito, profirió una carcajada bulliciosa. Arboleda también rio, pero en un quedo tono masculino y con un gesto tierno, de quien no necesita alardear de lo machazo que es… ciertamente, sus suaves caricias en mis tetillas me arrechaban más que el furibundo dedeo de Montoya.


«¿Conoces a Rodrigo?», me preguntó Jaime. Negué con la cabeza y él replicó: «De todas formas vas a conocerlo. Tu viejo lo acaba de contratar como seguridad, así que lo verás cuando venga con él, o si no, en su día de descanso te lo presento yo. Rodrigo es mi hijo mayor». Dicho aquello, me guiñó el ojo y sentenció: «la cosa es que tienes lo que queda del sábado y mañana hasta la noche para que agradezcas a los oficiales como se debe».


Sentí mariposas en el estómago. Arboleda rompió el hielo sin más y empezó a morder y besar mi cuello. Montoya me bajó un poco el short dejando mis nalgas al aire y, ahora sí, metió un dedo en mi orificio. «¡Uy, sí! ¡Es cierto, este culito blanco está cerradazo! ¡Uy, cómo me muerde el dedo!» Arboleda me quitó el polo parsimoniosamente y se puso a trabajar con su lengua en mis tetillas mientras las yemas de sus dedos recorrían sutilmente mi espalda; Montoya se agachó detrás de mí y abrió mis nalgas con ambas manos para acceder a mi asterisco. «Puta… es rosadito…», dijo y luego metió su lengua en lo profundo, generándome mucho placer. «Tenías razón, loco; este chico es el sueño hecho realidad de todo cachacabros». Jaime le respondió: «¡Pa’ que veas que yo nunca te engaño, primito!»


Arboleda me cargó en sus brazos como si fuera mi novio y yo su novia yendo a la habitación para nuestra luna de miel. «¿Dónde vamos?», preguntó y Jaime nos guio a todos al cuarto de mi mamá, donde Antonio continuaba roncando.


«¡Así los va a dejar a ustedes dos!», gritó Jaime entre carcajadas; «como limones en cuello de perro enfermo!»


Sin importarle la presencia de Toñito, Arboleda me colocó delicadamente sobre la cama y se me echó encima, para continuar lamiendo mis tetillas y poder manosear mi culito. Montoya se colocó a la altura de mi cabeza, abrió su bragueta y dejó salir una verja más grande y más gorda que las de Jaime y Antonio. Yo dije algo que no recuerdo y Jaime respondió: «Y eso que aún no has visto la pinga de Osquítar; ¡ese sí te va a dejar el culo como túnel de tren interprovincial!»


«Huele rico, a perfume caro; nadie diría que se lo han culeado toda la noche», dijo Arboleda de mí sin interrumpir lo que me hacía. «El culito también lo tiene limpio y con rico olor», acotó Montoya. «Sí, ya contaba yo con que era un cabro aseado», dijo Jaime, ya sin pantalón y con el mástil enhiesto, al tiempo que se colocaba junto a Montoya.


Toñito roncaba, Jaime se la meneaba, Montoya me frotaba su verga enorme, oscura, circuncidada y sudada toda por la cara, metiéndola de vez en cuando más allá de mi garganta y sacándola para frotármela nuevamente, llenándome el rostro con mi propia saliva más la baba preseminal de su meato, mientras Arboleda seguía jugueteando con su lengua y labios en mis tetillas, frotando su cuerpo sobre el mío, masajeándome y dedeándome… ambos oficiales sin haberse quitado el uniforme y yo a su merced, desnudo… en tales circunstancias, bueno, ya se imaginarán lo que se me vino encima. Grité, abracé a Arboleda mientras empezaba a sentir el bendito placer, lo tomé de los cabellos y acerqué su rostro al mío, y el correspondió con un beso profundo; su lengua competía por superar el abismo de mi garganta, traspasando la frontera a la que habían llegado las vergas de Toño y Montoya y Jaime, y luego me rodeó con sus brazos y me apretó tan fuerte que hizo tronar mi espalda y me arrebató todo el aire de los pulmones. De hecho, su fuerza era tal que no me dejaba respirar… y se lo dije.


«Tranquila, mamita; yo sé lo que hago», dijo. Entonces, Montoya puso sus manos en mi cuello para… ¡estrangularme! Empecé a asfixiarme de verdad, me asusté y empecé a llorar, pero, a la vez, el orgasmo que había empezado se apoderó definitivamente de mí. Lo último que sentí fue que Arboleda levantó mis piernas y trató de romper mi anillito del culo con algo que ni en broma podría ser un pene. Se sentía muy grande y ancho, aunque al tercer intento se deslizó por mi esfínter hasta el fondo y yo, entre el dolor, la sorpresa y el placer… perdí el conocimiento por enésima vez. Primero, la oscuridad total; luego, la penumbra. Esta me permitió ver que me había teletransportado al interior de una especie de escuela o universidad; era de noche y ni entraba la luz de la luna por parte alguna y ni un solo foco estaba encendido, salvo un resplandor blanco y potente al final de un larguísimo pasillo. Decidí ir hacia allá; como algo me apretaba garganta y sentí estar a punto de asfixiarme, apuré el paso. De la nada, sentía caricias muy ricas por todo el cuerpo, incluyendo el interior de mi culito, y al frotarse mis nalgas entre sí con cada paso que daba, me arremetía un nuevo orgasmo anal o una eyaculación feroz. Era de no parar y me dificultaba avanzar… hasta que, casi muerto de asfixia, me decidí a correr, multiplicando exponencialmente la intensidad y la cantidad de orgasmos en mi culo y en mi pinga… me entregué a ellos y a la sensación de asfixia con dolor de garganta que se hacía cada vez más intensa, mientras sentía ahora que algo frío e invisible recorría mis tetillas… y eso también me gustaba cada vez más y más… todo iba in crescendo hasta que, ¡por fin!, alcancé la puerta del final del pasillo, correspondiente a un aula, y cuya pequeña ventanilla cuadrada permitía salir esa poderosa luz blanca. Con dificultad, entrecerrando los ojos, miré hacia el interior del aula y… ¡Ahí estaba yo, en la cama de mi madre, siendo ahorcado por las manos del oficial Montoya mientras Arboleda me tenía ensartado por el culo con lo que parecía ser un pene des-co-mu-nal, con mis piernas en sus hombros a la vez que rozaba mis tetillas con su revólver! Ambos mantenían sus uniformes de policías.


Al ver esa escena, comprendí que estaba sintiendo lo que provocaban ellos al manosear y penetrar mi cuerpo del otro lado de la ventanilla. De pronto, la luz blanca me engulló, me absorbió a través de la ventanilla y empecé a caer como por un túnel de luz blanca, experimentando sensaciones indescriptibles. Era como aquella escena psicodélica e interminable de «2001 Odisea del espacio», pero multiorgásmica. No paraba de eyacular y de sentir la rica sensación que le acompaña, pero no de manera intermitente como cuando me masturbo, que viene y va, sino de corrido, sin pausas; un orgasmo perpetuo. Idéntica sensación abrasaba mi culo, solo que ahí, además, sentía la fricción de un pene enorme que entraba y salía a la par que mi esfínter lo estrangulaba amorosamente. En las tetillas también sentí lo mismo. Y desde esos lugares de mi cuerpo se dispararon violentas oleadas de placer a recorrer todo mi cuerpo.


Me di cuenta de que había llegado al límite de lo humanamente soportable en el placer, pero no me detuve; decidí ir más allá de dicho límite y seguí cayendo por el túnel de luz a velocidad hipersónica. Sentía el culo extremadamente feliz, las tetillas gozando en algarabía y el cuerpo acariciado como por millones de plumas. Mi cabeza, de pronto, estalló y dejó salir luces de colores que se combinaron con la luz blanca del túnel por el cual yo caía hacia el infinito.


Lo que sentí a continuación no puede ser descrito en ningún lenguaje existente.


No sé cuánto duró aquello, pero sentí terminar de caer y chocar estrepitosamente contra algo, y de golpe me vi en la cama de mi mamá, tosiendo y respirando con dificultad. Montoya ya no me ahorcaba y más bien me acariciaba con sus manos la cabeza y la cara, y Arboleda se movía frenéticamente sobre mí, con mis piernas en sus muy masculinos hombros, sujetándose de los míos, metiendo y sacando de mi culo lo que no podía ser otra cosa que un bate de béisbol con mucha textura. Entre resoplidos, Arboleda gritó: «¡se me viene! ¡SE ME VIENE! ¡¡¡SE ME VIENEEEEEE…!!!»


Arboleda dio un empujón a su pelvis para ensartarme el bate de béisbol hasta la raíz. Me miró, lo miré; hicimos contacto más allá de todo. Creo que le expliqué telepáticamente lo que viví en el viaje por el pasillo, el aula, la luz y la caída por el túnel, mientras que él me transmitía el placer inenarrable que le proporcionaba mi culo, el cual sin mi voluntad se ajustaba y relajaba exprimiéndole la vida, a la vez que él lanzaba dentro de mí bazucazos sólidos de esperma.


Cuando terminó de bombardearme con su leche, esperó a que yo deje de toser y pueda respirar normalmente; entonces me dio un beso con lengua. Pero… ¡qué beso! Estoy 100 % convencido de que a nadie le han metido la lengua con semejante pasión lujuriosa. Me dejé caer en la cama y solo atiné a gritar: «¡Gracias! ¡Gracias! ¡MUCHAS GRACIAS, OFICIAL ARBOLEDAAAAA…!»


Él volvió a acariciar mis tetillas con su revólver. Noté que mantenía puesto el uniforme, pero su camisa había perdido algunos botones. Su cuello era un grueso tronco poblado de venas pronunciadas cuyos latidos casi podían escucharse. Arboleda tomaba aire profundamente y lo soltaba despacio, tratando de recuperarse. Mis piernas temblaban apoyadas en sus hombros. Montoya me acariciaba la cabeza, metía sus dedos en mi oreja, pasaba sus manos por mi cuello y mis labios, lo cual ayudaba a mantener el éxtasis casi místico que poco a poco abandonaba mi ser.


El rostro de Arboleda, muy cerca del mío, mostraba una sonrisa entre cándida y perversa, muy masculina y serena. Su frente goteaba sudor sobre la mía. Tenía una linda sonrisa. Una cara muy linda. ¡Henry Cavill era un chancay de a centavo en comparación! Aparte, ningún Superman sería capaz de hacerme sentir lo que este Supercholo, ni ningún supertraje sería tan erótico como el traje de mi Supertombo.


Sin pensar, empecé a lamer el sudor de su frente y a beberlo, lo cual arrancó gemidos de macho complacido a Arboleda.


El oficial Montoya y Jaime aplaudieron. Toño estaba echado a nuestro lado, con la mano embarrada ingentemente con su propio semen tras lo que debió ser una paja olímpica. Jaime fumaba sentado en una silla cerca de la cama. Montoya continuaba sentado en la cama a la altura de mi cabeza. Yo, exhausto, pude ver por la ventana que ya empezaba la noche, con lo cual supuse que mi empalamiento a cargo del oficial Arboleda duró HORAS.


«Nadie, nadie nunca jamás me ha hecho sentir lo que este chibolo; su culito aún se contrae y me ordeña la poca leche que me queda en los huevos», dijo Arboleda, colocando su revólver sobre mi pecho. Esperó unos minutos más, se hizo para atrás y empezó a retirar su pinga / bate de béisbol con sumo cuidado y extrema lentitud de mi machucado aparato digestivo. Traté de ayudarlo, pero Jaime me advirtió enfáticamente: «No te muevas, que la pinga de Osquítar es tan grande y gorda que, si no te la saca con cariño, te mata. Y no es exageración, que algunas desesperadas se la sacaron de golpe y terminaron en el hospital».


Jaime terminó su cigarrillo y prendió otro inmediatamente. Y otro más. Fumaba muy taimado. Para cuando hubo terminado el tercero, Arboleda dijo: «Ya está casi toda; esto te va a doler un poco, pero es lo último que falta: la cabecita».


Cabecita, dijo. De un tirón acompañado de un ruido como de descorchado de champaña, o algo así, Arboleda retiró de mi culo un glande del tamaño de un guante de box. Me dolió como mierda y grité; inmediatamente, el vacío interior que me quedó me puso triste y no pude contener el llanto.


«Oe, era merfi eso de que cuando Óscar la mete, gritan, y que cuando la saca, lloran», dijo Toñito. Yo lo miré y él entendió lo que le pidieron mis ojos: puso su mano con semen en mi boca, la lamí con fruición y me pasé a sus hijos, y con eso el dolor de culo cesó.


Montoya me dijo: «no te olvides que todavía falto yo, eh, y luego viene también la segunda vuelta de Osquítar y mi segunda mía. Y de ahí, seguro que Jaime y Toñito van a querer sumarse».


Arboleda se puso de pie y dejó colgando su increíble bate de béisbol venudo y morcillón, cubierto por completo por el prepucio y desde cuya arrugada abertura aún goteaba leche. Se limpió con la sábana y, como pudo, guardó la herramienta dentro de su pantalón de policía.


«Yo no sé si pueda continuar después de lo que me hizo Arboleda», dije con el cuerpo temblando de cansancio y satisfacción. Jaime se puso de pie y, colocándose el pantalón de buzo, propuso lo siguiente: «comamos algo en la sala mientras nuestra perrita golosa descansa y su culo se vuelve a cerrar. De paso, les contaré la idea que tengo y que les dije que les iba a contar. No es nada que nadie no haya hecho antes o que no se esté haciendo ahora, pero tenemos a disposición a este maricón jovencito, rico, blanquito, bonito, rubio y con ojazos azules. Podríamos hacer harta guita si nos organizamos bien. Ahora les contaré».


Jaime vino hacia mí y agarró con su mano áspera mis nalgas. Las apretó y me dijo: «No te arrepentirás de ser mi putita sumisa y obediente. La vas a pasar mil veces mejor de lo que lo estás pasando hasta ahora; ¡te lo juro por la Sarita!»

Sntiago

Soy hombre bisexual

visitas: 778
Categoria: Gay
Fecha de Publicación: 2024-05-04 23:47:06
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1 Comentario

Que pasa después!!!

2024-05-07 18:11:35